3.5.11

ahí estabas

Ahí estabas, encontrándote después de tanto buscarte. Escondida en el medio de la calle, siguiendo con tus plantas el ritmo desenfrenado de la lluvia impertinente que, sin embargo, sólo te inundaba de calma.
Ahí estabas, con un paraguas que nadie parecía ver, aunque todos te miraban porque claro, al fin y al cabo no eras más que un manojo de cintas de colores humedecidas, de a tramos enredadas, de a tramos ordenadísimas, una bolsa de caramelos de todos los sabores del mundo agitándose en medio de la calle.
Ahí estabas, y te estremecías con cada modificación de la melodía que sonaba exclusivamente para vos. Tu piel vibraba al contacto con las gotas que usaban tu cuerpo como tobogán; tu pelo y tus gestos respondían concienzudamente a esos truenos que empezaban como pesadas bombas y acababan en vos como dóciles tintineos, desarmados por la inocencia que escapaba de tus poros.
Ahí estabas porque querías, porque, habiéndote encontrado, no podías sino estar. Estabas revolviéndote en el aire, fundiéndote con el asfalto, capturando en tus rincones el viento que hacía llover en diagonal, porque no soportabas que la lluvia no cayera para abajo, como te habían ensañado.
Ahí estabas porque ya no ibas a dejar esa calle, porque habías dejado que todo tu ser fluyera hasta ahí hasta acumularse todo debajo de ese paraguas que, no obstante, dejaba que te mojaras, que te empaparas, que gotearas y que empezaras a salpicar.
Ahí estabas y los que te miraban estaban dejándote estar, porque, después de todo, a nadie le gusta que llueva para un costado. Ahí, donde vos estabas, debajo del velo pluvial, del tul que te envolvía a vos y a todas las miradas que, a su vez, vos envolvías, ahí los que pasaban no entendían, no veían, no sabían, pobres. Pasaban y pasaban de largo. Pasaban muchas veces y volvían a pasar sin más.
Ahí estabas y de a poco te fuiste dando cuenta de que eso era encontrarte. Por eso, mientras bailabas, empezaste a tantearte para asegurarte de que habías entendido. Mientras te recorrías comprobaste que no habías entendido, pero no pudiste asustarte porque el agua ya te había invadido entera y no había lugar para nada más. Supusiste que con estar bastaba y tu ombligo cambió de forma, sin que nadie lo notara y sin que vos lo notaras.
Ahí estabas, queriendo gritar en miles de millones de tonos y sabiendo que no ibas a poder; pero igual ahí estabas, maravillada, descubriendo que estabas gritando sin preverlo, porque las puntas de tu pelo (algunas florecidas) eran lápices que dibujaban trazos más gruesos y más finitos y las puntas de tus dedos iban remarcando los bocetos que dejabas flotando en el aire. Y entonces sí que estabas ahí, derramando fotos, perfumes, lugares y lluvias viejas.
Después la lluvia paró y vos parecías no estar más, pero viste y te reíste cuando pasó uno de los que pasaban por pasar y se chocó con un puño de los que bailaban por bailar, en el medio de los edificios, con los pies desnudos y la piel de celofán.

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